jueves, 18 de febrero de 2010

A CARA O CRUZ - (El Padre Carajo)



El nombre de una ciudad se puede decidir lanzando una moneda al aire. Su futuro no.

En 1851, en la confluencia de los poderosos ríos Willamate y Columbia, dos mercaderes decidieron edificar una ciudad sobre unos terrenos que habían comprado por veinticinco céntimos. Cada uno sugirió un nombre y se tomó la decisión lanzando una moneda al aire. El azar dispuso que aquel lugar se llamaría Portland.



Portland, en el remoto y salvaje estado de Oregón, es una ciudad de clima lluvioso pero benigno, y en la que abundan las galerías de arte, los cafés y las librerías. Su atmósfera es bohemia e intelectual, pero desenfadada. La edad media de sus habitantes es de 32 años, las tres cuartas partes de los cuales tienen estudios superiores.

Estos días, la ciudad de Portland vive conmocionada por la muerte de dos ciclistas en sendos accidentes de tráfico. Estos sucesos han dado lugar a vigilas masivas, levantado una profusa cobertura mediática y copando los debates en los bares y tertulias. Y es que en Portland la bicicleta es la forma de transporte por excelencia: cualquier cosa que afecte a la seguridad de los ciclistas se convierte en primera plana de los diarios. El contraste con Costa Rica es marcado, donde el interés mediático por la bicicleta comienza y acaba en el Nada o en dos eventos Anuales, con la ocasional mención de la inauguración de alguno de los carriles-ciclo Vias que adornan las zonas menos molestas de nuestras ciudades.

Cuando un ciclista muere arrollado hay una especie de aceptación colectiva de la ley del más fuerte: circular en bici se considera una locura, y la muerte de un ciclista no es más noticiosa que la de un funambulista.

La paulatina transformación de Portland en una ciudad de ciclistas urbanos ha producido una proliferación de tiendas, de cooperativas de reparación de bicicletas y de fabricantes artesanales de bicis y accesorios. Pero la bicicleta también ha traído otros cambios más sutiles y más difíciles de cuantificar. En esta Atenas del Pacífico, la gente parece más relajada y feliz que en otros lugares. Los cascos adornan los percheros de los cafés, el sonido de los pedales sobre el pavimento marca la entrada de los trabajadores en las oficinas y las pequeñas conversaciones y los saludos de buenos días tienen lugar de bici a bici, en los semáforos. En Portland,cuando alguien pincha un neumatico es la ocasión para hacer amigos o para ser invitado a una taza de café. De hecho, no hace falta llevar inflador ni parches porque en seguida alguien nos los presta si los necesitamos.

En el país del automóvil por antonomasia, Portland dio la nota discordante al acogerse voluntariamente al protocolo de Kioto, y poco a poco, discretamente, se ha convertido en un enclave de cordura en medio del ensordecedor rugido de la insensatez. Allí, las cifras de ventas de coches nuevos no se divulgan en la televisión como si fuesen indicadores de modernidad y desarrollo económico; más bien son miradas con preocupación, como un paso más de los lemingos en su avance hacia el acantilado.Se supone que todos sabemos que desplazarse en bicicleta promueve la salud, reduce la contaminación y el ruido, y respeta el medio ambiente. Lo que poca gente sabe es que además, el cuerpo produce endorfinas, que proporcionan una sensación de bienestar y promueven el trato amable y distendido entre las personas. Por ello, la bicicleta pone en marcha mecanismos sociológicos que pueden darle la vuelta a la personalidad de una urbe y ayudarle a recuperar su encanto y su humanidad.

El nombre de una ciudad se puede jugar a cara o cruz, pero su futuro no. Afortunadamente, tenemos el ejemplo de algunas ciudades grandes, como Berlín y Amsterdam; o pequeñas, como Boulder y Trondheim; o medianas, como Copenhague y Portland, para servir de guía tanto a los que han perdido la capacidad de soñar, como a los que no se atreven a convertirse en el cambio que uno desea ver en el mundo.

Tomado de la Revista El Mundo del Mountain Bike.

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